Manifiesto del Neohumanismo

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Reconociendo que expresarse privativamente en primera instancia es más útil que nunca para delimitar el alcance de la discusión y evitar que los lectores menos inclinados a enfrentarse a ideas diferentes de las suyas se entreguen a una ensoñación anárquica antes de leer todo el artículo, empezaré hablando de lo que no significa ni debe significar la palabra «neohumanismo».

El hombre, en su largo recorrido histórico y biográfico, ha pasado por los lugares psicológicos y existenciales más dispares, en una búsqueda frenética de un Santo Grial, de una piedra filosofal, de una luz de las altas y salvajes cumbres del Himalayao más bien, para evitar un desfile innecesario de posibles declinaciones del mismo propósito, del único bien extraordinario que nunca puede perderse ni adquirirse: mismo. Un «yo» completo en el que cada parte está integrada y situada en su lugar correcto y el todo se ha vuelto así orgánicamente capaz de definirse a sí mismo como un verdadero microcosmos.

Todos los intentos, planteamientos, opciones ideológicas (cuando no puramente destructivas) han servido para hacer consciente al hombre de una condición que elude la relación conquistador-conquistado ya que coincide de hecho tanto con el uno como con el otro y, lo que es más importante, coincide con ambos en el acto mismo en el que el primero entra en relación con el segundo, creando así una unidad en la que el deseo y la voluntad de descubrir se unen al objeto buscado de forma inalienable.

La escuela filosófica de Atenas: cuna del desarrollo del humanismo

Sin embargo, al hacerlo, al alcanzar el éxito o al toparse con las rocas del fracaso, el hombre ha afirmado y vivificado cada vez más la idea de que no existe primacía alguna que pueda justificar la hipótesis de una reducción de la realidad: está inmerso en el mundo, constituye una parte funcionalmente esencial de él y hace que éste esté indisolublemente ligado al ser humano que vive en él. La singularidad del hombre se convierte así en una parte no exclusiva de la pluralidad inherente al mundo-naturaleza y se refleja por tanto en la mente humana y determina, de forma «naturalmente» consecuente, el inmenso panteón de imágenes que vive dinámicamente en ella.

Por tanto, antes de cualquier otra consideración, el neohumanismo no es una forma de«monoteísmo» y, por el contrario, se opone precisamente a cualquier forma de unificación de significantes (definibles con el término«dioses«, del que a menudo se abusa) en nombre de un aspecto particular de su psicología. Centralidad del hombre significa conciencia de la multiplicidad que colorea su obra interior y, sobre todo, conciencia de que la unificación integradora que el hombre «completo» logra realizar sólo tiene lugar porque la base de la misma es el reconocimiento de una diversidad ineliminable sin riesgo de aplanamiento existencial total.

Asimismo, el término «neohumanismo» no es en absoluto sinónimo de «tolerancia». El hombre no ha nacido para «tolerar», condición que le sitúa ipso facto en un nivel de superioridad fingida y falaz hacia lo que precisamente se «tolera», sino para aceptar libremente integrar en su contexto interpretativo las ideas que expresan otros hombres. Una libertad que es mucho más que una posibilidad, ya que es renegada sólo en su apariencia pero cuya sustancialidad se revela en la condición existencial del hombre como ser ontológicamente privado de la facultad de no ser libre.

Es precisamente esta condición de (no) libertad la que determina la necesidad de una pluralidad de manifestaciones e imágenes interiores (por esto pagamos gustosamente una enorme deuda intelectual con las intuiciones de C. G. Jung), sin la cual el hombre queda atrapado en la obsesión de una búsqueda agotadora dentro de un perímetro demasiado estrecho para garantizar esa espacialidad natural que a ningún ser humano puede ni debe negársele.

Por tanto, lo que sin duda puede decirse negativamente del neohumanismo es que no está intrínsecamente subyugado a ninguna ideología exclusiva, siendo él mismo un«magma siempre incandescente» que ve en su petrificación la muerte de toda potencialidad. En este descenso desde las alturas de un volcán hasta las profundidades de los valles, el neohumanismo se tiñe de todos los matices que encuentra y, en este abrazo nunca superficial, ofrece a la humanidad la más extraordinaria de las centralidades: el saber que se basa en unin-dividualitasdonde ninguna división artificial podrá jamás excluir el poder de lo múltiple reunido por un solo ser.

Por estas razones, el uso de cualquier forma de «monoteísmo«, tanto en sentido estricto como amplio, es fruto de un esfuerzo conceptual destinado desde el principio a su fracaso natural: ningún monoteísmo es capaz de asumir un «todo» que no tenga en cuenta, aunque sea con la cabeza bajo tierra, una dualidad implícita. La negación y el complemento son las secuelas de una esencia que, forzada a la antinaturalidad, degenera en pura locura asociativa.

El hombre, bajo la pretensión de definir un único significante super-partes, se ha convertido en un ama de casa gobernada por la obsesión de separar cada grano de trigo en función de factores externos invisibles. Si no tiene un carácter tan definido que la haga miembro de uno de los dos conjuntos, el ama de casa se devanará los sesos y recurrirá a los razonamientos más enrevesados para no caer presa de la duda. El bien y el mal son los nombres que reciben estos conjuntos, que de hecho representan el legado de un hombre que, por pura pusilanimidad intelectual y psicológica, se subordinó a sí mismo, relegando a un punto de fuga perdido en la niebla, la tarea de dar profundidad de perspectiva a su enfermedad mental.

En consecuencia y para evitarlo, el neohumanismo se sitúa en esaen que no trasciende nada más que lo que ya está en manos del hombre y le devuelve esa dignidad pisoteada, mediante un trabajo de redescubrimiento de la pluralidad propia de la esencia que hace que la vida merezca ser vivida en plenitud.

Por tanto, el neohumanismo no es una forma de religión, ni puede equipararse a un credo pseudoideológico que prefiere negar la diversidad a integrarla; no tiene abanderado, ni ídolo, ni símbolo del bien o del mal. En su conformación más profunda, el neohumanismo es la recuperación del poder «espiritual» del hombre que vive dentro de una realidad en la que la ciencia y la tecnología conforman, más allá de todo juicio, todos los aspectos de la vida cotidiana.

No debe entenderse (el neohumanismo) como un retorno a la vocación bucólica del hombre (una elección que se deja claramente al individuo), ni una veneración de la naturaleza como una forma de extremismo ecológico; el neohumanismo es la toma de conciencia de la vida humana y de su peculiar tendencia a la interacción creativa con el mundo (tanto los estrictamente naturales como los modelados artificialmente).

Este movimiento cultural, para hablar finalmente en términos positivos, es una calle donde la hierba crece libremente, donde las flores tienen sus propios colores, donde las ortigas se aferran alrededor de los pies descalzos de los viajeros, donde las estatuas conjuran imágenes más allá de todo subtítulo, donde el hombre no necesita pedir permiso para abrazar la intensidad de cada percepción interior, donde la moralidad deja paso a la naturalidad, y donde ningún significante universal tendrá jamás el poder de ocupar el lugar de lo múltiple, porque los maravillosos cuadros pintados por el neohumanismo contienen siempre cada matices de color y, por reflejo, estas tonalidades encuentran siempre el lugar que les corresponde, confiriendo al conjunto resultante un sentido insustituible de la belleza.

El hombre que mira al horizonte: un símbolo de la búsqueda del humanismo perdido en la mercantilización de la actividad creativa e intelectual

Por tanto, el neohumanismo podría considerarse una forma de«neopaganismo interiorizado«, aunque sin ir demasiado lejos en la pretensión de plagiar la cultura actual con formas que ya no encuentran un lugar exterior en la vida humana. Partir, en efecto, del supuesto de que la realidad actual está limitada y a veces asfixiada por la idea de una singularidad significante (sobre todo a travésdel «monoteísmo«), no implica que ésta no sea un constituyente esencial de ese hoy durante el cual tiene lugar nuestra toma de conciencia. Reconocer el presente es el primer paso para sentar unos cimientos sólidos en los que un edificio, aunque sea pequeño y sin agujas, pueda encontrar el apoyo que necesita para sostenerse y permanecer erguido ante las inclemencias del tiempo.

‘Integrar’, por tanto, nunca significará destruir, del mismo modo que ‘considerar’ nunca se hundirá en el vórtice nefasto de la tolerancia. El símbolo del neohumanismo es el abrazo: un abrazo que puede permanecer vacío, pero que nunca se cerrará sin permitir la comprensión de quienes lo deseen.

Del mismo modo, aquellos que sean excluidos de ella (mediante la crítica al libre albedrío), nunca serán relegados al mefítico caldero de lo malo, lo diferente o lo inútil, porque incluso las ideas de los detractores siempre tienen su lugar, y un neohumanismo verdadero y profundo no puede sino arrojar constantemente luz y valor sobre ellas.

Quizá algunos puedan acusar al neohumanismo de relativismo extremo, pero si la alternativa propuesta es el oscurantismo disfrazado de absolutismo, la hipótesis de una multiplicidad de puntos de vista es mucho más apreciable que el silencio asfixiante de un museo en el que todas las salas están cerradas para que los visitantes sólo contemplen una obra concreta. Por el contrario, en el «museo» del neohumanismo, cada obra tiene la misma dignidad, en la medida en que se sitúa en un contexto integrado, enriqueciendo su forma y su fondo. Nunca se expondrá una Gioconda si no es al lado de cualquier otro cuadro y con el mismo cuidado con que se hace, de modo que siempre y sólo los visitantes, con su inteligencia y sensibilidad, son los que más se detienen ante las obras maestras que más perentoriamente provocan sus reacciones.

La hipótesis de definir a priori lo que debe conformar el sentido crítico de cada individuo es una idea «diabólica» que, remontándose a la etimología griega del término dia-bàlleinSepara en lugar de unir; enfrenta a unos con otros: los primeros son dignos de alabanza como «seguidores» y los segundos deben ser despreciados por su desvergüenza.

Ningún miedo al conocimiento, inculcado con la habilidad del plagio psicológico, debería cruzar jamás el umbral del neohumanismo, del mismo modo que ningún miedo llevó a Ulises a cruzar esa frontera sellada por el triunfo de la irracionalidad. La elección está y debe seguir estando siempre en manos del hombre, que, agobiado ya por la preciosa pero pesada carga de la libertad, tiene ante todo el deber de no eludir nunca el ejercicio de su propia voluntad, aunque ésta pueda tener a veces rasgos ilusorios.

El neohumanismo no contempla el libre albedrío, de hecho, como la degeneración «humanizada» de la moral, que pretende comportarse como una línea divisoria fijada por un ser supremo entre el bien y el mal (intentando hacer creer que incluso en el océano las dos corrientes permanecerán antinaturalmente separadas), sino como la necesidad esencial que el ser puede intentar satisfacer (con la humildad de quien tiene ojos pero aún no todos los paisajes donde mirar) o negar como «simple» locura. A nadie le sirve de nada juzgar a quienes eligen el segundo camino, pero desde luego el neohumanismo sólo puede continuar con su imperecedera invitación a tomar el primer camino, asumiendo todos los riesgos que conlleva y sin aferrarse nunca a ninguna certeza fuera del yo. Un yo que puede incluso engañar a través de sus imágenes, pero que siempre mantiene viva (a menos que uno se hunda en el malestar psicopatológico más profundo) esa unidad que no nace para separar, sino para ser el emblema primordial de la integración generativa.

Que el hombre, por tanto, vuelva a ser el único timonel de la nave de la existencia y que todas sus ideas, imágenes, pensamientos, creaciones sean siempre aceptadas como«obras» a analizar críticamente sin que ninguna censura opere ante la libre elección. Concluyo, por tanto, deseando que las palabras que pronunció Ulises a través de la pluma de Dante sean siempre la oración más extraordinaria que se eleve sin cesar a la propia individualidad:

«…Considera tu semilla.
No estáis hechos para vivir como brutos,
sino seguir la virtud y el conocimiento».

 


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