Dar para (no) recibir

Si elquid pro quo» es sin duda una práctica deplorable, surgen espontáneamente preguntas sobre el significado del acto de dar y sus consecuencias. En primer lugar, se da algo porque alguien se ve privado de ello y, en consecuencia, se crea una discrepancia entre el antes y el después que hace que el ‘(s)cambio’ un verdadero «cambio» en la entidad donante y receptora.

La donación es, por tanto, connatural a los seres que viven predominantemente en un estado de apertura a un contexto que, por conveniencia, es útil denominar «mundo». Allí donde la mano puede abrirse para dejar escapar su contenido, el hombre, como ser abierto, está siempre dispuesto a participar en una de estas dos experiencias: dar y, a la inversa, recibir.

Simbolización del acto de dar
El acto de dar está admirablemente representado por Miguel Ángel en los frescos de la Capilla Sixtina. El dedo de Dios, más arriba, se extiende hacia Adán, más abajo, para otorgarle el poder de la vida. En esta diferencia de potencial, ambas partes cambian: Dios «entrega» su soledad para tener a cambio la existencia del hombre y éste, por su parte, obtiene el «espíritu» que le anima y le eleva por encima de cualquier otra criatura.

Está claro que no se «da», sino que se da «algo». Esto, a menos que señalemos que el acto de dar es intrínsecamente dual y debe ir acompañado de recibir; al igual que en el caso de la pragmática de la comunicación humana, no se puede no comunicar, transliterando, podemos decir que, no se puede dar tout-court.

Siempre estamos obligados a dar para que alguien reciba y, por tanto, como consecuencia lógica, también estamos «obligados» a tener que recibir siempre que la situación lo exija. De ello se deduce que «do ut des» es apodícticamente cierto. El propósito de dar se oculta en la condición necesaria de tener que ponerse a disposición para recibir, aunque la conjunción lógica entre los dos términos no siempre mantiene inalterados los papeles de los sujetos.

En otras palabras, la moral que condena el propósito del acto de dar sólo tendría sentido si se aplicara a un ser supremo (Dios) que, sólo dando puede ser un principio inamovible y omnipotente. Si, de hecho, se admitiera la posibilidad de que esta entidad «diera para recibir», se descalificaría automáticamente su papel como significante universal y, celebrando no poco la enorme obra de Nietzsche, se la mataría por exceso de compasión.

Porque, ¿quién es el que da más finalistamente que el compasivo? La idea misma de un reparto de la pasión presupone (aunque el propósito no tenga connotaciones negativas) que mi dar (disponibilidad, consejo, etc.) debe corresponder ipso facto a un recibir de gran valor (pasión) y, en este desahogo del receptor, el «dador» anula su omnipotencia (o, para ser más coherentes, su omni-significancia).

Por supuesto, la grandeza poética puede incluso sobrepasar este límite, y Dante, con maravilloso patetismo, puede «dejar que Dios diga» que María es tan sublime que puede convertirse en un «factor» de inconmensurable «hechura» (Paradiso, XXXIII), pero, «desgraciadamente», ¡la realidad del hombre que vive en el mundo es ciertamente muy diferente!

Un Dios que recibe pronto se vuelve «inútil» para el propósito primordial de su génesis (tanto fideísta como filosófica), ya que priva a su miserable criatura de la posibilidad de pensar que existe un dar donde el intercambio nunca llega, donde el «valor» es destruido (con razón) por el valor simbólico que se establece y donde, en última instancia, el sentido encuentra su plenitud sin tener que contar con el retroceso del rifle que mata tanto al pájaro como al cazador.


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